La diversidad y sus representaciones en América Latina
La inolvidable Manuela de José Donoso, protagonista de la novela El lugar sin límites (1966), constituye, sin lugar a dudas, uno de los personajes transgénero más entrañables de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Otro célebre personaje es Cobra, del cubano Severo Sarduy, dado a luz en 1972. Ecuador también cuenta con un gran protagonista trans: Caramelo, cuya dramática y trágica vida es relatada por Javier Ponce en su novela Resígnate a perder (1998). Son pocos los autores que se han animado a representar el deseo trans en su obra literaria y en general la diversidad sexual. Manuel Puig, con El beso de la mujer araña (1976) marca un punto de inflexión al escenificar, en este caso, el deseo homosexual a través de la relación que establecen en prisión Valentín, un revolucionario político (prototipo del macho de la izquierda latinoamericana) y Martín, solidario hombre gay, acusado de corrupción de menores.
Considero que hay varias razones por las cuales han sido pocas las referidas producciones en relación a la vasta babel literaria de la región. Primero, ha habido una grave estigmatización por parte del entorno sociocultural hacia las poblaciones que escapan a la norma sexual. Esto no es novedad. Los líderes y colectivos LGBTI han insistido en ello desde finales del siglo XIX. Estigmatización que ha querido construir un silencio alrededor de las citadas poblaciones. Silencio que ha significado no reconocimiento, desde aquella inteligibilidad excluyente heteronormativa analizada por la filósofa estadounidense Judith Butler. Inteligibilidad cultural que desde el poder insiste en perennizarse, encabezada por nefastos líderes mundiales como Donald Trump que ha negado recientemente la incorporación de personas transgénero a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Otro motivo, ligado íntimamente al anterior, tiene que ver con el autor. Escribir-representar implica comprometerse, tomar una postura, en este caso con un tema tan condenado en la historia de la humanidad como la diversidad sexual. Si bien muchos académicos establecen una diferencia entre la voz narradora y el escritor —Vargas Llosa marca tajantemente esta distinción—, de todas formas la posición del autor con respecto a esta problemática se evidencia, sobre todo a través de esa voz omnisciente que sabe todo sobre sus personajes y la historia. De manera muy clara, consciente, la homofobia puede salir a flote como en el caso de los ecuatorianos Joaquín Gallegos Lara (Al subir el aguaje, 1930), Pedro Jorge Vera (Los señores vencen, 1968) o de Rafael Díaz Icaza (Las equivocaciones, 1996).
Otros prejuicios se pueden evidenciar al momento de construir a sus personajes homofóbicos, pues, aunque estuvieran inspirados en seres de carne y hueso, allí también su carga homofóbica puede irrumpir. Los narradores que han llegado a procesos de reflexión más profundos han sabido tomar distancia, situación que se evidencia sobre todo en la posición de aquella voz omnisciente. Sin embargo, pueden ser señalados por aquella inteligibilidad cultural binaria, razón por la cual muchos no se habrán animado a cuestionar o problematizar la homofobia institucionalizada.
Hay un tercer caso: aquellos escritores (activistas literarios, podría plantearse) cuyo lugar de enunciación es claro. Hablan desde sus propias vivencias, desde sus propias experiencias, desde su propio dolor. En este sentido, vale reflexionar en la narrativa y los performances del chileno Pedro Lemebel que denuncia la opresión de la Dictadura y la falsedad política, entre otros aspectos. Lemebel, junto con otros narradores como el argentino Néstor Perlongher, ha sido uno de los pocos escritores y activistas políticos. Sus crónicas en Loco Afán (1996) y en La Esquina es mi corazón (2001), así como su novela Tengo miedo torero (2001) —que hace un guiño a Puig al escenificar de igual forma el amor entre un insurgente del Frente Patriótico y un personaje de la diversidad—, no solo despliegan el deseo trans y gay, también constityen archivos literarios valiosos que denuncian el sistema opresor y la marginalidad de la condición transgénero, principalmente. A partir de estas reflexiones, puede pensarse que todo texto es de alguna manera autobiográfico. Incluso cuando se trata de investigaciones científicas. Tras la muerte de Donoso, su hija adoptiva descubrió su homosexualidad a través de un diario del autor; Sarduy también era parte de la diversidad así como Manuel Puig, a quien el colombiano Jaime Manrique describe ampliamente en su texto Maricones eminentes: «Si era abiertamente homosexual en público, en privado era absolutamente escandaloso. Siempre se refería a sí mismo como ‘esta mujer’».
La justicia de Eduardo Adams
Sin haberlo pretendido, dos obras ecuatorianas protagonizadas por transgéneros han establecido un íntimo vínculo. Se trata de uno de esos bellos diálogos literarios que se descubren inesperadamente. Al finalizar la tormentosa época para las comunidades de la diversidad sexual en Ecuador (y América Latina), Javier Ponce escribe su novela Resígnate a perder, conmovedora historia que relata la pasión de un hombre mayor, Santos Feijó, por un joven trans, Caramelo, asesinado la noche de un 31 de diciembre, en una suerte de macabro ritual de fin de año, por un grupo de homofóbicos que, antes de violentarlo, se deleitan con la sensualidad de la frágil víctima, mientras Santos observa la crueldad a escondidas. Al mismo tiempo, Ponce narra la atracción del testigo por Nadja, una mujer casi treinta años menor que conoce en su lugar de trabajo, el Archivo de la Ciudad. Estas dos pasiones que estremecen al hombre pueden circunscribirlo en una sexualidad queer, pensando en los postulados de la teoría del mismo nombre, impulsados, sobre todo, por Judith Butler y otra-otro filósofo de la diversidad, Beatriz-Paul Preciado, pensadores que apuestan por la no clasificación; que cuestionan la norma, sujetadora y, por qué no decirlo, castradora (en el sentido real del término) de cuerpos, de deseos.
Ponce inicia la historia en medio de la nostalgia. El protagonista recuerda a su amor desaparecido con una sobredosis de culpa que parece aniquilarlo por no haber impedido la muerte:
Caramelo ya no existe, pero yo la seguiré buscando entre la niebla. La ciudad ya no será para mí sino la constante visión de su cuerpo en cada esquina, y el sentimiento de culpa por el pavor y la cobardía que me impidieron irrumpir en este cortejo sangriento camino del sanatorio.
Si bien es cierto que el texto gira en torno a la soledad, la angustia y la culpa del protagonista, la violencia constituye el otro eje que marca y define la narración. Y aquí se reitera algo que ha estado presente en esta narrativa desde inicios del siglo XX. La muerte como destino irremediable para la sexualidad diversa:
Los hombres engancharon a Caramelo por los brazos y, entre empellones, lo llevaron al fondo del salón de billar, lo desvistieron hurgando entre burlas y deseos sus piernas y sus pechos y le pusieron el batón de viuda, unas medias oscuras, zapatos viejos de tacón alto… Y lentamente, abrumados por el alcohol… empujaron calle arriba hasta el viejo sanatorio, a un Caramelo que apenas sí se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo… Los hombres estaban golpeando salvajemente a Caramelo, pateándole en las nalgas y en los testículos hasta que éste cayó con un ruido sordo al suelo… le habían arrancado el batón de viuda a zarpazos… con el extremo de sus uñas le hirieron el pecho y, dos de ellos, con los pantalones caídos a medias, se lanzaron a horcajadas sobre su cuerpo, le abrieron con brutalidad las piernas y por turno se hundieron en él entre los aullidos de asfixia con los que Caramelo intentaba conservar algo de aire para el resto de la agonía.
Vale pensar que esta cruda narración podría formar parte de una de las tantas crónicas policiales que han relatado crímenes contra personas transgénero dedicadas al trabajo sexual.
Casi una década más tarde, Eduardo Adams actualiza la historia de Caramelo, alguien que, al parecer, realmente existió. Quien le sucede ahora es Reina, también transgénero y dedicada a vender su cuerpo. En La Venus impropia (2007), el autor describe a su protagonista de igual forma en las calles de la gran ciudad. El pavimento de Quito se abre al de Guayaquil. Y aunque el maltrato quiere volver a imponerse, es bien resistido por la mujer cuya «peluca beterava cubre […] sus cabellos arisnegros». En este breve cuento, magistralmente construido a través de un lenguaje neobarroco —tan necesario para detallar un cuerpo también barroco, cargado, exuberante—, la noche, con sus cantinas y billares, ya no es solo el tiempo para «desplegar» el deseo trans, como sucede con Caramelo. Esta vez, Reina vive el día, sale de compras y toma el transporte público, aunque tenga que soportar las miradas que la censuran y las de aquellos que la envidian y desean.
Ha pasado el primer lustro del siglo XXI y el oscurantismo del siglo XX, originado en la Edad Media, empieza a desfallecer. Las leyes han cambiado en el Ecuador, donde ser sexualmente diverso era un delito. En Occidente, España marca un hito con la aprobación de la Ley del Matrimonio Civil Igualitario y la militancia LGBTI hispanoamericana insiste en demandar igualdad de derechos. A su pesar, los Estados conservadores empiezan a flexibilizar sus cuerpos-textos. Deben lanzar también sus guiños. No tienen opciones. En este contexto, el diálogo entre la poética de Adams y Ponce se produce al final de las historias. Y la coyuntura es la misma: 31 de diciembre, día para disfrazarse de viudas, concebir un anciano muñeco de aserrín y quemarlo con furia y placer al llegar la medianoche. Una tradición ecuatoriana que ambos escritores resignifican a su manera. Si Caramelo fue asesinado aquella noche, al finalizar la centuria pasada, tras haber sido asediado por un grupo de machos inteligibles, Reina sale triunfante en una nueva época. Homenajea a su compañero de oficio en un momento histórico para la narrativa queer ecuatoriana. Un punto de inflexión que señala un cambio de discurso.
Pero ¿cómo esta mujer de «femeninos muslos y pantorrillas de zaguero futbolista» hace justicia? En una noche que «no luce prometedora», Reina ha salido a la Primero de Mayo. Esta vez no hay quién se encuentre a su acecho. Al contrario, ella está a la caza de algún cliente. «Ahí viene una mosca, atraída por los movimiento narcóticos, las feromonas andróginas de la Reina… Así da gusto rebajar la tarifa, por angelical, por su corte de cadete…». Así, bajo esta atmósfera donde urge un olor a gasolina para desaparecer el año y la semana «entre puntapiés y retumbes y besitos de despedida como a los años viejos más tarde», nadie la disfrazará de viuda ni tratará de arranchar su feminidad, su identidad. Los agresores de antaño han mutado en un «adonis… esquelético y mínimo» que, además, horas antes, mientras su futura amante de paso estaba en el transporte público, «la salvó de esas brujas malvadas arrancapelambres».
De esta manera, la ficción empieza a cambiar el destino para las personas trans. Adams a la vanguardia. Y aquel punto de inflexión se marca tras el acto sexual entre el hombre corte cadete y la soberana de la noche: «Reina lanza una última caricia al molusco ya dormido y lo acuesta boca abajo para besar esas nalgas sin carne, para doblarle las rodillas y colocarlo en la posición adecuada». Entonces, una suerte de venganza se inicia. La misma arma que los agresores de Caramelo utilizaron antes de dar su expirada final, irrumpe de súbito:
Espera, ¿qué haces? Nada, papacito. Te juro que te va a gustar. Aguanta, maricón, que a mí no me gusta esa huevada. Tranquilo, corazón, sólo quería devolverte el favor… Ya había sido demasiado para una sola semana: la vieja y los borrachos en el bus… ¿Un grito? ¿Una exclamación? ¿Una súplica? No sabemos, pero todo se derrumba… Lágrimas de luciérnaga sin noche, luego un chillar de grillo adolorido; finalmente un analgésico delirio… La Reina vuelta rey y verdugo.
Pero, ¿por qué plantear o proponer que se trata de una suerte de vendetta? ¿Qué elementos ofrece el texto de Adams para pensar que, inconscientemente, sin habérselo propuesto, ha rendido un homenaje a Caramelo, ha realizado un acto de justicia? Cuando el autor relata que Reina está ahorrando dinero para su «próxima cirugía», enfatiza en que «el junco de la entrepierna no se lo quita nadie». Y añade una expresión clave: «Le fascina sentirse la mejor dotada de todo el Ecuador, la portadora de la mayor vara de la justicia». Como sus antecesores del siglo XX, este autor ha tomado una postura con respecto a las poblaciones trans y (pensaría) de la diversidad sexual. Alejado completamente de aquellos narradores omniscientes homofóbicos de inicios y mediados del siglo pasado, en este proceso también ha cuestionado la homofobia y los conceptos acerca de la masculinidad, de la misma forma que lo hizo Ponce al construir a Santos Feijó. La ficción constituye, sin duda, un gran espacio para reflexionar en torno a aspectos tan esenciales de los seres humanos como su sexualidad. Un lugar ideal para resignificar lo masculino y femenino.